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Un mal sueño


Estaba enamorada pero no era feliz.

Repartía el día entre un trabajo aburrido, horas de lectura y el uso frecuente del chat, actividades que no le arrancaban de la continua incertidumbre, de la espera diaria de “la llamada” que confirmara el encuentro con su nuevo amor y que, en caso de darse, anulaba cualquier otro plan que se hubiera trazado para el día en un intento por conservar su menguada independencia espiritual.

Acudía nerviosa y feliz a cualquier calle de la ciudad y luego de unas copas o un breve paseo él la invitaba a su casa, hacían el amor y dormían juntos. Entonces comenzaba la tortura pues la noche no la envolvía entre sueños y descanso sino que la llenaba de pensamientos y preguntas. Lo único que lograba era un sueño tenso presidido por una combinación de miedos, despertaba asustada pensando que sus ronquidos despertarían al silencioso durmiente que descansaba explayado y se quedaba rígida en el filo de cama que le quedaba. Cualquier movimiento que pidiera su cuerpo entumecido se convertía en un cauteloso ejercicio que pretendía evitar la más mínima molestia a su anfitrión. Muy temprano, cuando llegaba la hora de levantarse se movía como una sombra y se marchaba a trabajar después de una ducha rápida y un café que, en las más dulces mañanas, él se levantaba a preparar para luego volver a la cama tras un beso de despedida a veces apasionado otras tierno y otras distante. Desde el momento en que abandonaba esa casa ajena, casi todas las mañanas de las últimas semanas, la acompañaba una sensación de desamparo y final. Salía a enfrentar el día en medio de una destemplanza evidente en su pelo entecado que se resistía a cualquier mejoría y le daba un aspecto de recién levantada acentuado por el atuendo que, dadas las circunstancias, repetía dos o tres días seguidos.

Los días pasaban y la situación empeoraba, crecía el silencio de sus acciones, sus intentos por tomar la iniciativa tenían en general poco éxito y consumían su confianza. Era cierto que pasaban muchas noches juntos, pero los ojos de su amante miraban con nostalgia hacia un pasado reciente y la casa materializaba sus recuerdos: una orquilla oxidándose en un rincón del lavamanos, el aroma que salía de un cajón, una nota arrugada e inconclusa eran como puertas hacia un tema vedado por el miedo a obtener respuestas que no quería oír y le obligarían a alejarse por orgullo y dignidad. Fingía estar bien pero se moría por dentro al comprobar que él ni remotamente percibía su malestar. Todo era una farsa. El hombre no podía ver más allá, no leía entre líneas ni atendía señales. Se levantaba tan campante al otro día sin enterarse de la tortura de su amiga que cada noche, literalmente, se dejaba allí el cuello.

Estaba agotada y todas las horas en vela no le habían alcanzado para explicarse el por qué de su masoquismo. El tictac no paraba en su cabeza, dejó la cama bruscamente, eran las tres. Su ropa desperdigada por la sala le quitó la última excusa que tenía para quedarse, se vistió de prisa y llamó un taxi.

De nuevo soñó, roncó a sus anchas y despertó cubierta por la luz del día persiguiendo un aroma que se coló en sus sueños, se estiró, tomo aire y abrió los ojos, el espacio se dio vuelta en su cabeza, no estaba en su habitación, se había dormido en el sofá donde tantas tardes hacían el amor, se incorporó rápidamente pensando en marcharse pero él apareció con un café y la miró burlón. Quiso saber ¿qué hacía vestida roncando en el sofá? Era el momento de las respuestas.


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